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Sábado, 04 Abril 2015

La Fuerza de la Voluntad.

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Escrito por Alba Gámez Jíménez

La Fuerza de la Voluntad.

Sentada en un banco, miro la pared que está frente a mí: azulejos de un blanco amarillento la cubren de arriba abajo; la mayoría están desgastados y arañados, y a muchos les falta alguna esquinita.
Como si de dividir la pared en dos se tratase, atraviesa la superficie un desgastado pasamano de madera teñida de gris que hace juego con el viejo zócalo del mismo color. Al llegar la vista ahí, es inevitable fijarse en un suelo anticuado que brilla de una forma tan forzada que deja a entender lo insistente que es el personal de mantenimiento con su encerado y pulido.
A mi alrededor hay mucha gente; la mayoría de los semblantes muestran gestos de preocupación, de tristeza, o ambos a la vez. Algunos rostros son familiares y otros no, pero casi todas sus miradas siguen una dirección común: una puerta doble abatible que se encuentra en uno de los extremos de la zona. La observan como si pudiesen avistar a través de ella en lugar de estar viendo la madera gris por la que está formada como si de una prolongación del pasamano se tratase, así como el cristal que tiene en el centro al que alguien se había encargado de dar una apariencia opaca con una pegatina blanca.
Con la intención de distraerme de la angustia que me corroe desde dentro y se me anuda en la garganta, repaso lentamente todas las siluetas que se encuentran en lo que pretende ser una sala de espera (a pesar de ser idéntico a lo que en otras áreas del hospital llaman “pasillo”); me detengo en una de ellas: apoyado en la pared, descansa un corpulento hombre rubio de ojos azules cuya intranquilidad hace que la mía se incremente aún más, a la vez que me transporta a otra época de mi vida:

Todo empezó un día de agosto de 1996 en el que, con motivo de la feria de mi pueblo, estábamos mi marido, mis hijos y yo en la casa de unos amigos. A pesar de que me encontraba muy a gusto con ellos, no podía evitar sentirme inquieta al pensar en mi hermano Salvi (el menor, de veintiún años), quien había planeado ir ese día a la zona de urgencias del hospital por un dolor fuerte que tenía en la pierna (casi a la altura de la rodilla) y que parecía venirle de un bulto que le había salido en la pantorrilla izquierda.

Nada más llegar a mi casa, descolgué el teléfono para averiguar el diagnóstico que le habían dado: al parecer se trataba de una tendinitis y debía tomarse “Voltarén” para bajar la inflamación; le dijeron que, en caso de no observar mejora alguna en un tiempo prudente, acudiese a su médico de cabecera, o en cualquier caso, al traumatólogo. La noticia me tranquilizó, pero algo dentro de mí esperaba con ansiedad poder comprobar que la hinchazón le desaparecía por completo.

Dos meses después, la dolencia de mi hermano no había disminuido; la punzada que sentía le hacía casi imposible apoyar el pie en el suelo. Acudió por tanto, a su médico de cabecera, quien le derivó al traumatólogo, cuya cita estaba fechada para principios del 97.

Sé que los meses de espera se nos hicieron largos tanto a mi hermano y a mi madre, como a mí; sin embargo, nunca llegamos a poner en común los temores que sentíamos, ocupándonos cada uno por restar importancia al asunto y aparentar normalidad. No obstante, la preocupación hacía que se me vinieran a la mente (y estoy segura de que también les ocurría a ellos) todo tipo de diagnósticos atroces, y me pasaba bastante tiempo buscando a través de internet, síntomas y dolencias típicas de dichas enfermedades.

Cuando llegó el esperado día de la cita con el traumatólogo, éste, tras atender a los síntomas que le contábamos y palpar el bulto de la pierna de mi hermano, nos indicó que debía hacerse una resonancia magnética para poder determinar con certeza de lo que se trataba.

 A pesar de mis esfuerzos por intuir en los gestos y expresiones del especialista, el grado de preocupación que sentía, era de esas personas a quienes es imposible de leer y que se muestran totalmente impasibles ante las distintas circunstancias. Por tanto, una vez más, tuvimos que esperar para poder recibir un diagnóstico.

En cuanto estuvieron los resultados de la prueba realizada, mi hermano fue personalmente a recogerlos y a solicitar una cita para que el especialista los valorase: le indicaron que debía presentarse con el informe de la resonancia magnética en el Hospital Clínico Universitario de Málaga, a primera hora del día siguiente.

Al llegar a Coín, Salvi vino a mi casa para mostrarme lo que había ido a recoger, esperanzado en que yo aportase algo de luz a lo que, en el interior del sobre que no se había resistido a abrir, ponía. Se fue directo a señalarme una frase en concreto, que recuerdo decía textualmente: “tumoración ósea de forma agresiva”...

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al leer esas palabras... “¡no podía ser!”... mis peores temores parecían cobrar fuerza y consistencia...   

Mi hermano esperaba impaciente, a la vez que preocupado, mi opinión acerca de los resultados de la prueba; sin embargo, no podía decirle lo que realmente pensaba y tuve que convencerlo de que esas palabras que tan firmemente parecían sentenciar una enfermedad muy dañina, no tenían por qué ser tan negativas como aparentaban, excusándome en nuestro desconocimiento de la terminología médica.

Quedé en recogerlo temprano para acompañarlo al hospital y, a pesar de su insistencia en que acudiésemos cada uno en un vehículo (pensando en poder ir luego directamente a trabajar), yo me empeñé en que iríamos juntos temiéndome que pudieran dejarlo ingresado.

Desgraciadamente yo estaba en lo cierto: nos dijeron que debía quedarse en el hospital para hacer un estudio de su caso mediante analíticas, otras pruebas y una biopsia que determinaría si el tumor era benigno o maligno.

Estuvo unos diez o doce días ingresado sometiéndose a las pruebas necesarias; recuerdo cómo mi hermano bromeaba con sus amigos al teléfono sobre lo fastidioso de tener que quedarse allí a pesar de que “tan sólo” tenían que hacerle “unas pruebecillas”: estaba aún ajeno a lo que se le venía encima.

Yo, por el contrario, me ponía en lo peor y trataba de informarme todo lo que me era posible sobre lo que podría pasar. Se me viene a la mente, por ejemplo, en una de las visitas del traumatólogo, que lo abordé donde mi hermano no nos oía,  haciéndole preguntas sobre las posibles soluciones que habría si el tumor resultaba ser maligno; él me informó de que en dicha tesitura habría que barajar dos opciones: la colocación de una prótesis en el lugar del hueso afectado que extirparían, o la “cirugía radical”. En aquel momento me sonó terrible la alternativa de que se tuviese que amputar la pierna, sin embargo, era tal el pánico que me producía la maligna enfermedad, que por un momento y de forma instintiva, mi subconsciente se decantó por la segunda opción a fin de eliminar cualquier rastro posible de la misma del cuerpo de mi hermano.

Finalmente, la biopsia reveló el carácter maligno del tumor: padecía un “osteosarcoma de tibia proximal”: un tumor óseo que afectaba al extremo superior de la tibia;  y, a pesar de que en el fondo era una posibilidad que todos nos temíamos, fue un duro golpe que asumir...

Desgraciadamente, Salvi no era la primera persona de mi familia que se veía afectado por dicha enfermedad, ya que mi propio padre había fallecido aquejado de cáncer de colon. Con tan sólo 16 años, mientras mi madre lo acompañaba en el hospital durante sus últimos meses de vida, yo había tenido que ocupar su lugar en mi familia asumiendo labores como la de cuidar de mi hermano Salvi, que tenía entonces algo más de dos años; quizás por eso, a veces (y especialmente en esos momentos difíciles que nos tocaría vivir), lo he querido y cuidado como si se tratase de mi propio hijo más que de mi hermano.

El oncólogo nos informó del procedimiento que se iba a seguir: debía someterse a tres ciclos de quimioterapia con el objetivo de reducir el tamaño del tumor, para posteriormente pasar por una cirugía donde se lo extirparían, tras lo que vendrían más sesiones de quimioterapia.

Se avecinaban tiempos difíciles, pero toda la familia y amigos estábamos volcados en la curación de mi hermano y en hacérsela lo más llevadera posible; él, sin embargo, parecía haber perdido ánimos y fuerzas tras las últimas noticias. Tan abatido se sentía, que al ir la enfermera a ponerle los sueros para la primera sesión de quimioterapia, él le dijo que no se los pusiera, que para qué iba a perder el tiempo con eso si de todas formas se iba a morir...

Conforme oía esas palabras salir de la boca de mi hermano, sentía tal angustia en mi interior que era como si me estuviesen pinchando con millones de agujas en el pecho. Estaba dispuesta a “regañarle” e intentar darle ánimos, cuando una enfermera que había por allí se me adelantó diciéndole algo que, a pesar de lo frío que pudiera parecer en un principio, fue lo más acertado que le pudo haber dicho en ese momento; sus palabras fueron:

“¡No seas tonto! Estos tratamientos que te vamos a aplicar son muy caros y si te fueses a morir no te los pondríamos, ¿no crees?; así que déjate de tonterías y lo que tienes que hacer es luchar y ya está.”

Al oír esto, Salvi se paró a pensar y vio que la mujer tenía toda la razón. Reaccionó cambiando su actitud ante la enfermedad y decidió que era el momento de luchar.

El 21 de febrero era el día del carnaval en mi pueblo y, puesto que soy maestra de infantil, es un día festivo y en el que los niños disfrutan muchísimo, por tanto siempre lo preparamos con gran ilusión; no obstante, ese año yo no me encontraba con ánimos para celebrar nada y me pedí el día libre (por enfermedad de un familiar directo) para pasarlo con Salvi en el hospital. Cuando llegué a su habitación me riñó:

  • Mari, ¿qué haces aquí?, te dije que no hacía falta que vinieras, ¡ahora te vas a perder el carnaval por mi culpa!
  • Todos los años es lo mismo, y me apetecía estar aquí contigo –le dije a sabiendas de que agradecía mi presencia a pesar de sus palabras-, ¿cómo va todo por aquí? ¿alguna novedad?
  • Pues hace un rato pasó a verme una enfermera y me preguntó, como dándolo por hecho, si ya había hecho mi reserva en el “banco de esperma” –me explicó mi hermano.
  • ¿Y tú que le has dicho? –le pregunté mientras caía en la cuenta de que la quimioterapia afecta a la calidad y cantidad del esperma-, eso te lo deberían de haber preguntado antes de la primera sesión, ¿no?
  • Eso pensé yo; pues le dije que bueno, que estaba bien tenerlo para un futuro. –me contó despreocupado-, la enfermera dijo que lo iba a preparar todo para hacer la reserva  pronto, antes de la segunda sesión de “quimio”.
  • Está bien –le respondí acabando con la conversación.

De repente, una conversación al otro lado de la puerta hace que todos los presentes regresemos desde nuestras cavilaciones interiores para aguzar el oído e intentar descifrar lo que allí está pasando.

Hablan en un tono tan bajito que me es imposible entender qué dicen (las expresiones de los demás me confirman que no soy la única a la que le pasa); sin embargo, algo en sus tonos de voz o en la inseguridad con la que pronuncian las palabras, hace que se pueda intuir el carácter negativo de las noticias de las que son portadoras.

Se abre la puerta y aparecen dos enfermeras con semblante serio. La más joven saca un trozo de papel del bolsillo de su bata y lo lee mientras comienza a hablar:

- ¿Los familiares de Raúl Tapia Cortés?

- ¡¡Nosotros!! –Grita angustiada una mujer desde el otro extremo de la sala mientras se acerca a las sanitarias -, ¡¿Cómo está?! ¡¿Ya ha salido?! –Su ímpetu al hablar, así como la desesperación que trasmite, deja a entender que no esperaba recibir noticias de su hijo todavía- ¡¡Qué pronto!! ¿Todo ha ido bien?...-su voz y energía se apagan a medida que formula la última pregunta.

- Tranquilícese señora, acompáñennos por favor –les pide la otra enfermera a los padres del paciente mientras pone su mano en el hombro de la señora como ofreciéndole consuelo.

Desaparecen los cuatro tras la puerta que vuelve a quedar cerrada; a este lado de la misma, el ambiente se ha vuelto tan tenso que no se oye ni cómo respiramos. Nuevamente interrumpen nuestros pensamientos:

- ¡¡¡Noooooo!!! ¡¡¡Mi niño!!! –entre la procedencia de la voz y nuestra ubicación había al menos dos habitaciones; sin embargo sonó tan estruendosa que a todos nos llegó muy adentro.

Los sollozos y lamentos de aquella mujer desconsolada hicieron que todos nos estremeciéramos y, enfrente de mí, un rostro conocido me dedicó un gesto de tristeza y preocupación que me resultó familiar y me devolvió a mis recuerdos del pasado...

El intervalo de tiempo entre una sesión de quimioterapia y la siguiente era de unas tres semanas; y cada vez que le tocaba el tratamiento, debía permanecer ingresado unas 48h (entre los controles y analíticas previos a la aplicación y las horas que pasaba con la sonda puesta). Solía ser en habitaciones de cuatro camas por lo que los pacientes tenían mucho tiempo para hablar y conocerse.

En la segunda sesión de mi hermano, estando yo acompañándolo en uno de esos cuartos, sobre las once de la noche,  el enfermo de la cama de enfrente empezó a sentirse bastante mal, al momento llegó una enfermera algo nerviosa y con semblante serio y nos indicó a todos los acompañantes que estábamos allí, que debíamos salir, que aquel paciente se sentía indispuesto y allí no podíamos estar. Le dije a mi hermano que se viniese conmigo para que se alejase de aquella situación. Él cogió su suero y me acompañó a dar un paseo por los pasillos; unos minutos más tarde se armó un gran revuelo entre las enfermeras, médicos… y sobre todo los familiares… el vecino de la cama de al lado  acababa de fallecer.

Se trataba de un muchacho joven de unos 32 años que padecía de un tumor cerebral, según nos contó otro de los internos de la habitación; y su repentino fallecimiento hizo despertar en mi hermano la indignación y el cabreo por sufrir esta enfermedad que se llevaba la vida de tantas personas. Durante nuestra caminata hablábamos de ello: él muy nervioso y cabreado, y yo tratando de buscar diferencias entre ambos casos que lo convenciesen de que él saldría adelante.

Días después de la segunda sesión de quimioterapia y, percibiendo el comienzo de uno de los efectos segundarios del tratamiento, mi hermano decidió afeitarse la cabeza en lugar de dejar que el pelo se cayera sólo, evitando así pasar por un proceso que no iba a resultar agradable. Yo misma fui quien, en mi casa, le pasé la maquinilla al cero, dejando al descubierto todo su cuero cabelludo.

Pasaban los días y los sentimientos eran de todo tipo: por un lado sentíamos indignación e impotencia ante la enfermedad; por otro, preocupación y miedo por lo que pudiera pasar, pero sobretodo intentábamos pensar en positivo sintiéndonos fuertes frente a las adversidades, especialmente Salvi.

Mientras le era suministrado el tercer ciclo de quimioterapia, en otra de las habitaciones de cuatro pacientes en las que solía recibir el tratamiento, mi hermano conoció a otro joven con la enfermedad, David; en su caso le comenzó en un testículo pero se le había ido extendiendo hacia otras partes del cuerpo. Hacían unos dos años que le habían diagnosticado el tumor, y estaba recibiendo sesiones de “quimio” más o menos desde entonces.

Le contó a mi hermano que, por llevar tanto tiempo con el tratamiento, no se lo administraban por una vía a través del brazo como a él, sino mediante un “reservorio”, que según le explicó, se trataba de una “válvula” que se coloca en el pecho (bajo la piel) para inyectar la agresiva medicación de una forma más directa y que evitaba el daño que sufrían las estrechas venas de los brazos con el otro método de aplicación.

En cada una de mis visitas, Salvi me ponía al día de lo que le contaban sus compañeros de habitación, vivencias personales y sobre la enfermedad; y a mí me disgustaba un poco que le dieran tantos detalles desagradables los “veteranos de la planta” porque no quería que se preocupase más de lo necesario. Sin embargo, era inevitable debido a que pasaban muchas horas juntos y la curiosidad que mi hermano sentía, hacía que formulase todas las cuestiones que se le iban ocurriendo; a pesar de ello, no todo eran preguntas y respuestas, ya que en aquel ambiente se forjaban además, grandes amistades.

Una de esas conexiones surgió entre David y Salvi. Solían conversar, aparte de todo lo relacionado con la enfermedad y el hospital, sobre temas personales como las parejas: mi hermano le hablaba de Toñi, su novia; mientras que el muchacho le narraba cómo su ex novia, a la que tanto había querido, había terminado con la relación por no poder soportar la vida junto a un enfermo de cáncer.   

Superados los tres ciclos de quimioterapia prescritos, se acercaba el momento de la operación, para la que había que prepararse: mi hermano fue sometido en esos días a varias pruebas pre-operatorias; el equipo médico, por su parte, ultimaba la preparación de la prótesis tumoral que intentarían colocarle en el lugar del hueso afectado; y por último, la familia y el propio paciente, nos intentábamos mentalizar en eliminar los nervios ante ese día, a la vez que estábamos impacientes porque le extrajesen a mi hermano el maldito tumor del cuerpo.

Habían pasado dos semanas desde la tercera sesión de quimioterapia y aún seguíamos esperando algunas noticias del momento de la operación, así que fui en busca de una enfermera para averiguar algo acerca de eso:

  • Disculpe, me llamo María y soy la hermana de Salvador, el paciente de la habitación 511. –Me presenté a la enfermera que había en el puesto de control de la planta- ¿Me podría decir por qué aún no nos han informado sobre la fecha de la operación? ¿Hay algún problema?
  • Un segundillo que lo consulto –me pidió la sanitaria mientras tecleaba algo en el ordenador-, vale aquí lo tengo... pues resulta que a su hermano aún le falta una prueba por realizarse: la arteriografía.
  • ¿Y cómo es que no se la han hecho todavía? –pregunté extrañada.
  • Verá, lo que pasa es que la maquinaria necesaria para su realización la tenemos averiada, por lo que en estos momentos es imposible –me explicó la chica.
  • ¿Y no se sabe cuándo estará reparada?
  • No, supongo que en cuanto esté lista os avisarán –me dijo como despidiéndose.
  • Vale, gracias.

Volví a la habitación 511. Allí, además de mi hermano, se encontraban el paciente de la cama de al lado (en este caso el cuarto era doble) y una chica que debía ser su hija, además de Trini que le estaba llevando a cabo una curación al caballero. A Trini la conocíamos muy bien por la cantidad de veces que la veíamos cada día y por su carácter sociable: siempre nos hablaba como si fuésemos sus vecinos en lugar de sus pacientes.

Le conté entonces a Salvi, lo que me había dicho la enfermera acerca de la fecha de operación y, cuando llegué a la parte que hablaba de la máquina rota, Trini se acercó a su cama y nos dijo con un tono de voz bajito pero firme:

  • Pues eso... ¡verás tú! La última vez que se averió un aparato de esos tardaron cerca de tres meses en repararlo...
  • ¡Eso no puede ser! ¡Él no puede esperar tanto! –exclamé indignada.
  • A mí es que me dijo el oncólogo que entre la última sesión de quimioterapia y la operación, debía pasar como máximo un mes –aclaró Salvi-, y ya han pasado dos semanas desde que me sometí al último ciclo.
  • ¡Entonces moveros!, reclamad o quejaros a quien sea, que así seguro que conseguís algo –nos aconsejó-. Yo me acuerdo de un paciente que se encontraba en una situación similar a la tuya: estaba esperando también para alguna prueba que no le hacían por no recuerdo qué motivo; el caso es que el hombre estuvo reivindicando una solución hasta que al final lo llevaron a un hospital privado de Málaga a que se le hiciera. Lo que os quiero contar con esto es que, como decía mi madre que en paz descanse, aquí “el que no llora, no mama”.
  • Claro, pues así lo haremos... muchas gracias Trini por tu franqueza –le agradecí apretándole el brazo con complicidad.

A los pocos minutos de acabar la conversación ya me encontraba en el mostrador de la administración del hospital para solicitar una cita con el Director del mismo. Me la dieron, después de muchas preguntas e impedimentos, para el día siguiente por la tarde; así que volví a la habitación y se lo conté a mi hermano.

A la mañana siguiente, tras hacerle una visita exprés a Salvi, me fui directa al despacho del Director dispuesta a conseguir que le hicieran la prueba, armada con una carpeta que contenía toda su documentación médica:

  • Buenos días Señora –me saludó cordialmente- dígame usted.
  • Buenos días. He venido a verle porque necesito una solución para mi hermano: el caso es que está esperando que le intervengan para la colocación de una prótesis tumoral; pero resulta que, previamente, como usted sabrá, es necesario realizarle una arteriografía –comencé a explicarle.
  • Correcto –me interrumpió.
  • El problema es que, según me han informado las enfermeras de planta, tienen ustedes la maquinaria indispuesta para su uso  en estos momentos.
  • Veo que está usted bien informada –sentenció.
  • ¿Y qué me propone como solución entonces? ¿No puede ir a otro hospital a que se la hagan? –le pregunté insistente.
  • No es tan fácil como usted lo plantea señora: somos el único hospital público de la provincia de Málaga que dispone de la maquina en cuestión; además, probablemente la tengamos a punto para dentro de un par de semanas a lo sumo –se excusó.
  • Ya, pero es que resulta que recibió el último ciclo de quimioterapia hace quince días y, según el oncólogo, para que no se reviertan los efectos de la misma antes de la intervención, debe pasar un mes como máximo, por lo que en el hipotético caso de que se cumplan sus previsiones, iríamos muy justos de tiempo –le informé algo irritada.
  • Comprendo lo que usted me comenta, sin embargo no puedo hacer nada más por su hermano; confiemos en que la máquina estará pronto reparada.
  • ¡Pues inténtelo de verdad! Hay muchos hospitales a los que podría acudir a someterse a la arteriografía; si no son públicos pues quizás deberán ustedes llegar a algún acuerdo con uno privado para que se la hagan, y asumir así la responsabilidad por no estar preparados aquí. O tal vez uno público fuera de Málaga... –le desafié.
  • Consultaré lo que me propone a ver qué puedo hacer... –me concedió con desgana.
  • Espero sinceramente que lo consiga, porque si la intervención  es pospuesta más allá del plazo del oncólogo y resulta que no sale todo lo bien que debiera, estoy dispuesta a ir contra ustedes con todas las armas que tenga a mi alcance -lo amenacé mientras sacaba un documento de mi carpeta-. ¿Ve usted esto? Se trata del primer diagnóstico que le dieron a mi hermano en este mismo hospital; supusieron que se trataba de tendinitis y le prescribieron medicamentos antiinflamatorios, por lo que su tumor no fue detectado hasta más de cinco meses después de dicha visita.
  • No creo que haya que llegar a ese extremo señora, yo voy a hacer todo lo que esté en mi mano para encontrar una salida a este contratiempo –me prometió algo acobardado-, ahora mismo voy a ponerme con ello y en cuanto sepa algo se lo haré saber.
  • Me parece perfecto, espero noticias entonces –me despedí.

Esa misma mañana, un par de horas después, le dieron el alta para que pudiese esperar en casa hasta el momento de realización de la arteriografía.
Cinco días pasaron hasta que el personal del hospital se puso en contacto con nosotros para informarnos de que habían solucionado el problema de la prueba: trasladarían en ambulancia a mi hermano a un hospital público de Cádiz donde disponían de la maquinaria necesaria, y en buenas condiciones para su uso; le dijeron, por tanto, que se tenía que ingresar al día siguiente por la mañana.

Después de almorzar, vino una enfermera a avisarnos de que ya estaba la ambulancia dispuesta para recogernos (me permitieron que también fuese dentro, con él). Como el ingreso en el hospital había sido exclusivamente para la prueba que se haría en la provincia vecina, Salvi seguía vestido con ropa de calle por lo que pudimos bajar en el mismo momento para buscar el vehículo que nos trasportaría.

Al hospital gaditano llegamos entre las cuatro y las cinco de la tarde, hora en la que lo ingresaron, adjudicándole una habitación; sin embargo, la prueba estaba prevista para el día siguiente por lo que en el centro sanitario no teníamos nada que hacer hasta las ocho o nueve de la noche que les servían la cena a los pacientes. Es por ello, que decidimos salir pasear por la ciudad para así aprovechar el tiempo. Le preguntamos a una enfermera si habría algún problema y ella nos dejó ir aconsejándonos que no dijésemos nada y saliéramos como si fuésemos dos visitantes.

Escogimos un paseo marítimo cercano para caminar, y no nos equivocamos en absoluto, ya que aquel comienzo de Mayo estaba haciendo un tiempo muy agradable y resultaba muy placentero airearse en un entorno tan fresco y abierto; lejos de los sombríos hospitales.

Durante la caminata, aprovechamos para hablar tranquilos los dos, sin enfermeras ni otros pacientes presentes. Conversamos algo sobre la enfermedad y hospitales, pero intentábamos no centrarnos sólo en eso, tratando también otros temas; aprovechamos además para telefonear a nuestra madre y ponerla al día de los acontecimientos. Tan a gusto estábamos, que las horas se nos pasaron en seguida y tuvimos que volver al hospital.

A la mañana siguiente, un par de horas antes de la que estaba previsto que le llevaran a cabo la arteriografía, nos trajeron una documentación a la habitación: un escrito en el que se nos informaba de los posibles efectos adversos que podía conllevar la prueba y que eximía de responsabilidad tanto al equipo como al centro médico en caso de que ocurriera alguno de ellos.

Salvi me pidió que fuese yo quien diera mi consentimiento, diciéndome, entre bromas, que así sería culpa mía si le pasaba algo.

Eran varios folios llenos de terminología médica y posibles complicaciones, que, no sin esfuerzo, me leí atentamente intentando no pensar demasiado en lo que allí ponía, a sabiendas de que era casi imposible que se dieran la mayoría y que las indicaban para “curarse en salud”; sin embargo era inevitable sentir escalofríos cuando dicho texto señalaba incluso la muerte como posibilidad.

Lo firmé con las mofas de mi hermano de “música de fondo”: intentaba quitarle importancia, y que yo no estuviese tan tensa al autorizar la prueba.
Como era más que probable, al final la prueba salió según lo previsto y aportó la información necesaria para la intervención quirúrgica planeada. Volvimos, por tanto a nuestra provincia, donde le dieron el alta médica para que pudiese esperar en casa el día de la operación.

Para el quince de mayo se fechó dicha actuación médica (como de costumbre, ingresó la noche antes). Cuando aún quedaba una hora para el comienzo de la misma ya estábamos allí Mi madre, mi hermano Paco, Toñi (la novia de Salvi) y yo; no podíamos faltar un día tan señalado para darle ánimos al paciente y enterarnos de cómo iba sucediendo todo.

- Disculpe, ¿tiene hora? –me pregunta la mujer que está sentada frente a mí despertándome de mis recuerdos.
- Sí, son las doce y cuarto –le respondo consultando mi reloj.
- ¡Ay que ver lo lento que se pasa el tiempo cuando tienes a un hijo en el quirófano! –se queja.
- ¡Además de verdad! –le digo acordándome de la vez que más tiempo estuve esperando que saliera de dicha sala aquel al que a veces consideraba como un hijo...

Ocho o nueve horas duró la operación, tiempo que a pesar de los paseos por el edificio, descanso en las salas de espera y las largas conversaciones familiares, se nos hizo eterno: la intervención resultó ser más complicada de lo que se esperaba; sin embargo, afortunadamente, pudieron colocarle la prótesis en el lugar del hueso afectado por el tumor que había sido extirpado.

Desde el quirófano lo pasaron a la UVI, donde permanecería hasta que se recuperase lo suficiente para poder trasladarlo a una habitación.

Afortunadamente, nos permitieron pasar a verlo allí: se le veía adormecido y decaído debido a los restos del efecto de la anestesia y a haber pasado por una operación tan larga; por tanto, nos salimos para que descansase y recuperara sus fuerzas.

Por la mañana, ya en la habitación, y a pesar de tener un aspecto cansado, sonreía por haber superado, al fin, este pequeño capítulo que tanto parecía haberse hecho esperar. Tenía la pierna escayolada hasta la ingle y le habían dicho que la llevaría así hasta pasados algo más de dos meses, cuando empezaría con la rehabilitación que le ayudaría a recuperar la movilidad.

El tratamiento con el que sí debía continuar desde el principio era la quimioterapia: se sometería a ocho ciclos más para eliminar de su cuerpo cualquier resto que pudiese quedarle de las dañinas células.

Nuevamente, por tanto, volvió a sufrir los efectos secundarios de la “quimio” y a asistir de forma regular al hospital para su aplicación; parecía, no obstante, que lo afrontaba con mejores ánimos al saber que el tumor había sido extirpado.

En uno de los primeros ciclos que se le administraron tras la intervención quirúrgica, asistí, junto a mi hermano, a un acontecimiento que jamás me hubiese imaginado que vería en un hospital; fue un evento entrañable y nostálgico: uno de los internos de la quinta planta (que en ese día compartía habitación con mi hermano) decidió contraer matrimonio con su amada novia allí mismo, en aquel escenario. No fue una gran celebración con trajes maravillosos ni flores alrededor; pero de lo que sí estaba cargada la ceremonia era de grandes sentimientos: de una parte, el inmenso amor que ambos se tenían, y de otra, la tremenda tristeza de la novia al ser consciente de que el momento en que “la muerte los separase” no tardaría en llegar.

Resultaba que el contrayente estaba afectado de un linfoma  y le habían informado de que no tenía curación, que su destino era un fallecimiento muy temprano; por otro lado, la novia, con la que convivía desde hacía un tiempo, no era aceptada por su familia. Estas dos circunstancias, unidas a que el hogar que ambos compartían era propiedad del paciente únicamente, hicieron que éste decidiera aportar una seguridad al futuro de su amada reconociéndola como su esposa días antes de morir.

Pasados dos meses y medio desde la colocación de la prótesis, le retiraron a mi hermano la escayola que le inmovilizaba la pierna y le dieron indicaciones acerca de cómo iban a ser las sesiones de rehabilitación. Se trataba de unos ejercicios diarios y debía asistir al centro sanitario todas las mañanas para que se le practicasen, quedándose allí varias horas; es por ello que acudía desplazado por una “furgoneta” de nueve plazas financiada por la seguridad social y que le aportaba algo de independencia al no tener que pedirnos que le lleváramos (ya que no hubiéramos podido siempre por las obligaciones laborales).
Conforme pasaban los días, Salvi se notaba cómo los músculos de su pierna izquierda iban recuperando fuerza y consistencia poco a poco, gracias al trabajo que iba haciendo tanto con la ayuda del fisioterapeuta por las mañanas, como él solo en casa. Sin embargo las buenas sensaciones tardarían poco en desaparecer: unas tres semanas después del comienzo de los ejercicios de recuperación física, tras una de las sesiones que recibía en el hospital, le hicieron daño por la zona de la rodilla y ese día, nada más llegar a la parada donde le recogía el vehículo que lo llevaba a Coín, comenzó a sentirse muy mal, por lo que decidió volver al hospital a que le viera un médico. Resultó tener 40ºC de fiebre provocada por una infección, así que lo dejaron ingresado y él mismo nos llamó para que lo supiésemos.

Cuando salí del trabajo fui directa a verlo. Estaba encamado y le suministraban antibióticos por vía intravenosa. Siguieron haciéndole pruebas el resto del día para localizar el origen de la infección. Casi a la hora de la cena pasó por la habitación el médico que tenía asignado para informarnos de que habían detectado que provenía de la prótesis de la pierna (en la rehabilitación le habían hecho daño en el tendón rotuliano), y que al día siguiente se lo llevarían a quirófano para practicarle una limpieza quirúrgica además de retirarle el “enganche” del mencionado tendón.

La operación fue bien (eliminaron la infección) y en cuanto se recuperó un poco le dieron el alta médica.

Salvi volvió a retomar las sesiones de rehabilitación, que cada vez eran menos frecuentes, debiendo practicar él por su cuenta en casa poco a poco. Sin embargo, cada cierto tiempo, y de una forma recurrente, a mi hermano le volvían a aparecer infecciones en la pierna (sufriendo casi de forma permanente de una herida fresca en la pantorrilla por la que le iba saliendo el pus); tenía, por tanto, que volver a someterse a limpiezas quirúrgicas periódicamente.

Desgraciadamente, el ciclo formado por: el malestar en la pierna, la detección de infección, supuración de pus y sometimiento a limpiezas en quirófano; se convirtió en parte de la vida de mi hermano durante los años siguientes, hasta tal punto que éste llegó a comprarse un bisturí con el que se auto-drenaba la herida, extrayendo él mismo todo el pus que podía con la intención de retrasar lo máximo posible la próxima visita al quirófano. A mí se me ponían los pelos de punta con esa práctica, pero podía entender su sangre fría después de todo por lo que había pasado.

Entretanto, por la consulta de oncología todo seguía su curso natural; una vez acabadas las ocho sesiones que le prescribieron tras la operación, las revisiones cada vez eran menos frecuentes, siguiendo tan sólo el protocolo existente para su enfermedad, ya que todos los resultados eran positivos y parecía que no había en su cuerpo, rastro alguno de células cancerígenas.

Llevo tanto tiempo sentada en este incómodo asiento de hospital, que se me están durmiendo las piernas, por tanto decido estirarlas dando un paseo por los pasillos cercanos, al fin y al cabo, no esperamos recibir noticias hasta dentro de una hora como mínimo. Miro a mi izquierda y le pregunto a mi cuñada Toñi si le apetece acompañarme; mi madre también está allí pero sus dolencias en los pies hacen que con toda seguridad prefiera quedarse sentada. Toñi agradece el ofrecimiento pero lo rechaza diciendo que se queda más tranquila si permanece allí; a pesar de que sé que no recibirá noticias antes de que yo vuelva, comprendo lo expectante y preocupada que está y me marcho sola a caminar.

La salud de mi hermano era similar a la de los últimos años (sufría infecciones con frecuencia y cada cierto tiempo se sometía a limpiezas quirúrgicas; el cáncer, por el contrario había sido eliminado), cuando él y mi cuñada decidieron contraer matrimonio en el año 2000. Fue una ceremonia muy bonita en la que todos sus familiares y sus amigos cercanos estuvimos acompañándoles en la celebración de su amor. Sin embargo, en un día tan señalado, no pude evitar acordarme de la enfermedad que mi hermano había padecido, sintiéndome tremendamente agradecida de que, a pesar de que parecía que la prótesis no terminaba de acoplarse en la pierna de mi hermano, el cáncer había sido vencido.

Nuestras vidas continuaban y, un tiempo después de unirse en matrimonio, Toñi y Salvi decidieron que estaban preparados para aumentar la familia. A sabiendas de que podría no ser una tarea fácil (al haber recibido mi hermano tratamientos de quimioterapia), se lo tomaron con calma al principio, sin obsesionarse porque pudiera tardar en darse la ocasión de ser padres.

Sin embargo pasó bastante tiempo y decidieron que había llegado el momento de someterse a una fecundación in vitro. Fue un proceso largo que estaba compuesto por varios pasos pero que al final llegó a producir el efecto deseado: Toñi quedó embarazada.

Desgraciadamente, tres meses después, sufrió un aborto que hizo que sus esperanzas en ser padres se desplomasen a la vez que su deseo de serlo iba en aumento.

Entretanto, mi hermano continuaba sufriendo infecciones en la pierna y, en 2003, su doctora decidió que ya le había dado suficiente margen a la prótesis para que se acoplara al cuerpo: se la retirarían para colocar una nueva fabricada con otro material y de un mayor tamaño, que esperaba, fuera mejor recibida por su pierna.

Una vez más, ingresó en el hospital el día antes del que estaba programada la operación. No estaba nervioso por la operación pero se sentía algo desanimado por todo el proceso por el que debería pasar de nuevo (pérdida de masa muscular, rehabilitaciones...), sin embargo, soportar las infecciones continuas le limitaba mucho la vida (no podía, por ejemplo, ir a la playa o a la piscina al no deber mojarse la herida abierta), por lo que confiaba en que aquella sería la solución.

En primer lugar, procedieron a retirarle la antigua prótesis, limpiando toda la zona de infección y colocando un “espaciador”, que era un aparato que impedía que el interior de la pierna cediera ocupando el lugar del objeto retirado (con la intención de “reservarle el sitio” a la nueva prótesis, que tardaría en ser ubicada). Además le colocaron un fijador externo que impresionaba mucho ver: se trataba de una barra de metal colocada en paralelo a la pierna, de cuyos extremos salían palitos del mismo material pero mucho más pequeños que atravesaban la  piel hasta contenerle los huesos de la pierna que se habían quedado sin sujeción por esa parte.

Con aquel instrumento acoplado, tuvo que permanecer seis meses; obviamente con la pierna totalmente extendida y sin apoyar, por lo que para moverse, necesitaba la ayuda de unas muletas. La intención de este “periodo de transición” entre ambas prótesis era asegurarse de que la infección desaparecía por completo antes de colocar la nueva. A pesar de ello, no le resultó fácil la espera hasta la operación que acabaría con lo empezado en la anterior.

Llegado el momento, se volvieron a llevar a Salvi a quirófano para implantarle la nueva prótesis. La operación fue según lo previsto, sin embargo, y tal como se había planeado, días después, se volvió a someter a otra intervención, esta vez para llevar a cabo un implante del tendón rotuliano.

Tras la recuperación, le dejaron que se marchara a casa prescribiéndole, de nuevo, la práctica de ejercicios de rehabilitación para recuperar la movilidad y masa muscular de la pierna en cuestión.

Tanto el propio paciente como sus familiares y amigos, teníamos la esperanza puesta en el nuevo material implantado, confiando en que se produciría su aceptación; sin embargo, meses después de su emplazamiento y habiendo progresado mucho en cuanto movilidad, el organismo de mi hermano se reveló contra el “cuerpo extraño”, volviendo a producírsele la temida infección. El procedimiento entonces, volvió a ser el de siempre, sometiéndose, en los años siguientes, a varias limpiezas quirúrgicas.

Al llegar del paseo me dirijo al hombre rubio que está sentado en un extremo de la sala:
- Salvi, ¿ha habido alguna novedad? –le pregunto interesada.
- Todavía nada Mari, aún tardarán un poco más –me responde.
- Bueno... seguro que todo sale muy bien.

Elijo un asiento libre (enfrente del que antes tenía) y me siento. Observo ahora la pared que antes tenía a la espalda y descubro que tiene elementos de los que no me había percatado: son varias pegatinas de colores con forma de bebés, chupetes y sonajeros...

Después de que le hubieran implantado la nueva prótesis, mi hermano y su mujer seguían intentando tener un hijo, lo que cual, les estaba resultando más difícil de lo que se habían esperado: llegaron a solicitar y someterse a otras dos fecundaciones in vitro, no alcanzando siquiera a producirse embarazo alguno en ninguna de ellas. Esto hizo que se desanimaran muchísimo, sintiendo  incluso  a veces, que nunca serían padres de forma biológica.

La vida de mi hermano esos años no fue nada fácil y a veces se desesperaba: seguían dándoseles dolencias en la pierna que hacían que no pudiese tener una vida completamente normal y; para colmo, estaba viendo cómo, lentamente, se le escapaba el sueño de ser padre.

En diciembre de 2007, sufrió una de las frecuentes infecciones, con la diferencia de que ésta se produjo de forma mucho más acentuada. En el hospital, y con el consejo de su doctora, Salvi tomó la que sería sin duda, una de las decisiones más importantes de su vida: eligió que era hora de conseguir una mayor calidad de vida aunque eso supusiese atajar el problema “de raíz”; supo que era el momento de que le amputasen la pierna para eliminar de forma definitiva el problema de las continuas infecciones.

Sabía que había adoptado la opción correcta, sin embargo, era inevitable que sintiese un poco de temor por lo que le esperaba o incertidumbre sobre cómo sería su día a día desde entonces; no obstante, él se sentía preparado.

Días después, se llevó a cabo la intervención. Fue un día largo, pero los resultados fueron positivos: la operación había sido un éxito y en menos tiempo del que se esperaba estaría en casa.

Al principio se sentía raro y aturdido al comprobar que a veces notaba picores o dolores en partes del cuerpo que no tenía (se le denomina “dolor fantasma” y se da en personas amputadas), pero poco a poco se fue acostumbrando a su nueva condición.

Cuatro meses después de llegar Salvi del hospital, a las nueve de la mañana, recibí la “llamada del milagro”: era mi cuñada Toñi, quien quería darnos la noticia de que, de forma natural e inesperada... ¡se había quedado embarazada! Toda la familia nos alegramos enormemente de que, ocho años después y tras muchos intentos fallidos, la naturaleza había decidido que les tocaba ser feliz, regalándoles, nueve meses más tarde, a una preciosa niña de tez clara y ojos celestes; Paula fue el nombre que escogieron para ella.

Salvi, por su parte, además de disfrutar de su deseada paternidad, se había acostumbrado a hacer vida normal con la prótesis que le habían hecho a medida. Lógicamente su movilidad era más reducida que antes de la amputación, sin embargo, había ganado bastante en calidad de vida al encontrarse totalmente sano.

Daba gusto verles cómo, a pesar de las adversidades por las que habían tenido que pasar, finalmente habían pasado a ser una “familia feliz”.

Paula crecía, y con ella, el amor que sus padres le tenían. Se estaba convirtiendo en una “muñeca” de tirabuzones rubios y ojos azules.

Cuando la niña tenía varios meses de vida, en una revisión rutinaria de su pediatra, éste les dijo a los padres que, a pesar de que podía no ser nada grave, parecía que tenía “un soplito”, por lo que la derivó al cardiólogo para que se determinase el alcance que podría tener.

Cualquier padre o madre se asustaría al oír algo así acerca de su bebé pero, si cabe, éstos podían tener más motivos debido a todo lo que habían pasado en los hospitales y a lo difícil que les había resultado concebir a “su pequeño milagro”.

El cardiólogo, tras examinarla, determinó que la niña padecía un estrechamiento de la válvula pulmonar y que, con suerte, éste se repararía mediante un cateterismo, que, les dijo, era una intervención muy poco invasiva y sin apenas riesgos.

Con once meses de edad, la pequeña fue ingresada para que le realizasen la intervención, no sin la atención y expectación de toda la familia. Sin embargo, y tras algunas pruebas, el doctor comprobó que la mencionada operación era insuficiente para ensanchar dicha válvula. Comunicaron, por tanto a los padres que la única opción que había era cirugía algo más delicada en el sentido de que se realizaría “a corazón abierto”; no obstante, el sanitario les indicó que no era complicada y que casi con certeza, todo saldría perfectamente.

Para que se la llevaran a cabo tuvieron que pasar varios meses, hasta que la pequeña había ganado el peso suficiente para soportar sin problemas la intervención; la operaron, por tanto, cuando ésta había alcanzado los dieciocho meses.

Llegada la fecha, la ingresaron una mañana para, durante el resto del día, someterla a algunas pruebas pre-operatorias y que al día siguiente, se pudiese llevar a cabo la intervención.

Fuimos muchos los familiares que vinimos a estar en el hospital mientras la operaban. Y, una vez que se la llevaron al quirófano, nos fuimos para la sala de espera correspondiente donde, entre todos, éramos la mitad de los que allí estábamos.

A pesar de ser tantos, cada uno estaba absorto en sus pensamientos mientras luchaba con sus propias angustias.

De forma inesperada, se abre la puerta abatible y, al menos veinte miradas se giran hacia ella:

- ¿Los familiares de Paula...? -comienza a preguntar una enfermera.
- ¡¡Nosotros!! –le interrumpe mi cuñada.
- ¡¿Cómo está?! –quiere saber mi hermano.
- Todo ha ido estupendamente –les explica la sanitaria usando un tono de voz que pretende calmarlos- aún está dormidita pero pueden pasar dos personas a verla.

Los padres la siguen hacia el interior del pasillo oculto tras la puerta; a este lado de la misma, el resto de familiares sentimos un gran alivio al saber que el mal trago ya ha pasado.

Días después, le dan el alta a mi sobrina advirtiéndoles a los padres que durante los primeros días, se debe tener mucho cuidado con no darle tirones bruscos cerca de su pequeño pecho, pero que, aparte de eso y de las revisiones que el cardiólogo les indique que debe hacerse, la niña puede tener una vida normal.

Me siento muy orgullosa de ver cómo, a pesar de haberse tenido que enfrentar a numerosas pruebas en la vida, mi hermano ha encontrado dentro de sí mismo, el impulso necesario para superarlas todas con la cabeza alta y poder así hoy, disfrutar de su maravillosa familia; y es que, como dijo Albert Einstein “hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica. Esa fuerza es LA VOLUNTAD”.